Nos costaba respirar cada vez que nos miramos a los ojos. Nos golpearon los recuerdos, cortando, abriendo heridas que creíamos olvidadas. No teníamos fuerza ni para negarnos al dolor, así que sólo nos quedamos mirando el tiempo pasar.
Con el último suspiro soltamos nuestras manos, cortamos las cuerdas. No permitimos que ningún hilo nos mantuviera aún unidos. O mejor dicho, no lo permitiste. Y, sin remedio, caímos en un remolino de sensaciones nuevas; habíamos abierto, sin saberlo, la puerta al inmenso mundo de la soledad. Nos perdimos de vista tanto tiempo llegó el punto que dejamos de sentir. Temblábamos a cada paso en el camino.
Y el agua cayó, no sólo del cielo, de todos lados. Sentimos frío, humedad, silencio. Sentimos... O sentí.
Ya no te tenía para vivir la vida, y esta dejó de tener sentido. Las dudas azotaban la mente, como si dentro hubiese una ventisca. Y no había nada, sólo silencio, sólo oscuridad infinita, aquella que llegó cuando perdimos lo único que era real en este frío.
Así que nos acostumbramos a llorar en silencio. A seguir cada uno con su vida. A mentirnos a nosotros mismos, fingiendo que estábamos tan bien como el primer día, cuando en realidad sólo había trozos punzantes del cristal con el que formamos los castillos que se vinieron abajo.
Sólo queda lo eterno. Aquel tan oscuro.
Sólo queda vivir esta vida triste, separada de una mitad que no coincide contigo.
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